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jueves, 4 de febrero de 2010

Capítulo 30.- Dolor

Raúl se despertó con una opresión en el pecho y el amargo sabor de los recuerdos abordando su mente sin piedad; de pronto su cabeza se volvió proyector del pasado, de todas esas noches interminables, donde hubiera deseado estar muerto.




Una sensación añeja regresó a su cuerpo, aquél grito trabado en la garganta que hacía doloroso incluso respirar, aquel llanto acurrucado en sus ojos que causaba un ardor de solo abrirlos y aquella furia enterrada en sus puños que aún ahora los hacía temblar de solo pensarlo.



La traición es la más vil de las acciones humanas, es como un manto de fuego que quema la piel, que la hace añicos y cenizas, mientras cadenas de dolor se aferran para lacerar lo que queda, la traición es lo único que Lía Alarcón conocía, la traición era lo único que podía ofrecer, y sin embargo el estúpido corazón de Ruiz, tan débil, tan olvidado en los años que habían pasado después de su partida, se negaba a odiarla, a repudiarla desde el fondo de su alma como la alimaña que era , y aunque en esos momentos de “lucidez” como los había insinuado Grosso que yacía dormido al lado del Emperador, era clara la motivación de éste último para echarla de su vida, él sabía que era muy difícil que la mañana siguiente pensara igual. Quizás debía hacer uso de sus últimas fuerzas y bajar esas interminables escaleras hasta encontrarse con Lía de frente y gritarle, reclamarle los años de dolor, de incertidumbre, de humillación, de impotencia a los que lo había condenado con su cobarde acción, la cual ella tal vez ni siquiera reconocería como algo malo, después de todo las personas como Lía Alarcón nunca miran hacia atrás, van avanzando y pisando a las personas que solo les sirven para alcanzar sus fines, van por ahí hiriendo a los ingenuos perdedores como ahora se sentía el Emperador, obteniendo muchos beneficios sin entregar nada, solo fingiendo, fingiendo risas, fingiendo bienestar, fingiendo orgasmos e incluso fingiendo lo que es imposible de imitar, el amor; pero a pesar de ser imposible de replicar, para una persona que no lo ha vivido, y que solo ha recibido crueldad y malos tratos como el Emperador, hasta la sonrisa fingida de una amante traidora se puede confundir con éste.



Entonces las cosas estaban claras, bajaría aunque eso le costara dolor agudo y mareos, recorrería esa sendera, aunque fuera lo último que hiciera y tomaría venganza, una venganza inicua y placentera que al final lo dejaría más vacío, pero mientras durara, le diera por lo menos la satisfacción del que mata muriendo, echaría a Alarcón del lugar a gritos, a insultos, a golpes de ser necesario y luego ya que se acabara todo, que las paredes a su alrededor se le vinieran en cima, que Julia le inyectara un veneno letal, que Grosso se levantara de su cama y le enterrara un puñal, que Mindell se quedara con todo su dinero y sus cosas, que Herson le diera la espalda, ya nada más podía importarle, después de sentirse así, de por un breve instante volver a vivir ese asqueroso y recurrente dolor.



Se puso de pie bamboleándose y cada paso fue una escena vivida, una noche de alcohol, otra de prostitutas, otra de drogas o lo que fuera que pudiera apartarlo del dolor, pero nada funcionaba, nada podía borrar la risa traicionera que vagaba sin rumbo en su cabeza, nada podía quitarle de los dedos la sensación de su piel, nada podía alejarlo de todo ese sufrimiento condensado en forma de noches eternas, nada podía evitar que gritara hasta desgarrarse la garganta el nombre que ahora volvía pretendiendo que nada de eso había pasado.



LÍA ALARCÓN, LÍA ALARCÓN, LÍA, LÍA... Su castigadora, su judas, su dolor, su maldición y a pesar de todo, su más grande amor. Quizás tenían razón los que lo daban por loco durante ese tiempo, a lo mejor el patético disfraz del Emperador, solo era el último vestigio de la cordura que no lo había abandonado, pero ya nada de eso importaba, solo quería deshacerse de ese sentimiento que le había llegado seco como un golpe, rápido como el frío que se apodera del cuerpo cuando ha sido herido y profundo, como la lengua que había hurgado por su boca hace muchos años atrás y que ahora hasta se atrevía a volver a decir su nombre.



La puerta tan liviana le resultaba un obstáculo insalvable, ardía en fiebre y el delirio le llevaba de la mano, Julia no estaba, y ningún brazo amigo se tendía para ayudarle, no había ahí nadie más que su propia mente castigándole una y otra vez, reviviendo la escena en que descubrió la ausencia de su prometida, y la del dinero de su proyecto, repitiendo las promesas insulsas que había creído, recordando los besos, los “te amos”, tantos falsos recuerdos que antes le parecían tan bellos, y llenándolo de una furia asesina, pero no contra ella, sino contra sí mismo, por haber sido tan idiota, por haber sido tan raquítico, tan ingenuo, tan inútil, tan fracasado, tan perdedor, tan prescindible, y a partir de ese momento las burlas de su mente no lo dejarían más, obligándolo a matarse, o al menos a matar a su parte humana, a su fragilidad que le estorbaba para poder sacar adelante un proyecto que había sido ultrajado por una mujer, un ser perverso que lo esperaba en la planta baja de aquel nosocomio con la misma sonrisa falsa de hacía tantos años y que había vuelto para llevarse lo poco que quedaba de su fuerza y su dignidad, además claro del dinero que había obtenido para su gente, la que ahora no estaba ahí para secundarlo y hacerlo fuerte, la que seguramente estaría durmiendo siendo ajena a cualquier sentimiento de su supuesto líder que se arrastraba ya por el pasillo en busca de las escaleras y de su terrible venganza.



Sin embargo nuevamente era traicionado, ya no por la mujer que seguía incólume en la sala de espera, sino por su propio cuerpo que se negaba a seguir adelante y se derrumbaba cuesta abajo por las escaleras, perdiéndose simultáneamente en el delirio y el dolor, mientras unos pasos se oían a lo lejos y Julia se acercaba corriendo y sollozando al presenciar impotente la caída de Raúl Ruiz.