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jueves, 8 de enero de 2009

Capítulo 10 Los motivos de Lía

La noche abrazaba sus dudas, pues hasta ese momento se había permitido temblar, hasta ese momento había permitido que llegaran los miedos y los recuerdos más fuertes, solo entonces se dejaba a sí misma relajarse y dejarse llevar por la tristeza, la inmensa melancolía que guardaban sus ojos, su boca, su esencia; su cabello rubio yacía en la almohada de Raúl donde ella descifraba el aroma del Emperador , y junto a su aroma el pasado que dejo una vez y ahora se le venía encima como una avalancha.

Al ver la mirada de Ruiz esa mañana quiso hacerse una pregunta, pero la represión de sus sentimientos solo permitía que en la oscuridad del crepúsculo esa interrogante saliera de su escondite, ¿cómo se cura una mirada muerta? Con que se reviven esos ojos grises cuyo brillo de por sí era fugaz y muy extraño en el pasado, de un tenue resplandor que, por lo poco que había podido ver en su reciente encuentro, llevaba muchísimo tiempo desaparecido y quizás en gran parte por su culpa. Pero a Lía las culpas le estorbaban, así que no cargaba con ellas, las dejaba en cuartos lujosos, en mansiones, en salones, en bares, en cualquier lado donde se perdieran entre las muchas otras culpas de los concurrentes y se unieran al sutil sonido de una música apagada o de un sabor añejo, desvaneciéndose poco a poco entre el humo del cigarro e ilusiones tan vanas como pompas de jabón.

Después de todo ella no era victimaria, al menos no lo era siempre y eso era lo que se repetía en su mente de manera constante, solo era una triste ermitaña sin hogar, sin familia, sin pertenencia, sin un pasado lleno de recuerdos gratos, sin una agenda llena de amigos en los que pudiese confiar y con los que pudiese contar, sin un viejo conocido que aún quisiera verla, sin una tarde tranquila en donde pudiera dejar de fingir, de actuar alegría o al menos indiferencia, o en la que pudiese por fin sacar a la luz toda esa depresión que día con día se agazapaba en su pecho y derramaba una lágrima manchada con rimel que moría mucho antes de nacer; Lía era una moneda errante, una pluma viajera, un corazón que sin entregarse pertenecía a mucha gente y a ninguna, una mujer dura para vencerse, pero ávida para sobrevivir, para conseguir lo que deseaba, para satisfacer a su cuerpo y sus caprichos de materialidad, una persona ocupada para enamorarse, para soñar, para creer en alguien que no fuese en ella misma, pero aunque ella lo sabía, a nadie más lo revelaba, pues era parte de su careta la cual utilizaba como escudo y espada ante todo aquel que realmente quisiera entrar en su vida.

La calidez de la Comunidad, aún ante ojos extraños era visible y esa tranquilidad amenizada con la presencia de Raúl que inundaba todas partes de su habitación le hacían pensar en su comportamiento, ¿qué la orillaba a huir siempre?, ¿por qué ella no podía ser como las almas sencillas que buscan formar una pareja, una familia, tener hijos, progresar y morir en la calidez de la compañía de sus semejantes? ¿por qué teniendo tantas oportunidades de “ser feliz” había preferido seguir rodando, trotando entre miradas ajenas, entre cuerpos extraños, entre sabores y aromas de gente a la que poco o nada tenía de conocer?, quizás por que esa “felicidad” que las abuelas cuentan a sus nietas, no era la que ella deseaba, ella tenía hambre, hambre de riquezas, de lujos, de glamour, de amantes, de perfumes, de poder, de aventuras, de placeres que los que escogían el otro camino no verían en toda su vida, pero a pesar de que había otra gente como ella, siempre se sentía sola, incomprendida, juzgada, culpada por los demás, a los que insistía en ignorar con una sonrisa de cinismo, y por esa soledad toda interacción humana que ella había tenido, había fracasado y marchitado como una flor.
Pero con Raúl había sido diferente, hasta había pensado en unirse a las huestes de la gente común y casarse con él, seguirlo en sus ideales y sueños y dirigir una gran empresa parecida más bien a una fraternidad y crear un guetto donde todos compartieran metas y se transformaran en una familia extendida, tantas cosas había pensado, tantas cosas planeado, hasta que se miró al espejo y decidió que esa no era la vida que deseaba, pues, en un lugar donde todos se apoyaran y ayudaran y hubiera equidad e igualdad, como podría tener lujos y viajes, como podría ordenarle a los demás que cumplieran sus deseos, como podría darse a si misma las cosas que merecía, como podría correr aventuras y conocer más gente que como ella solo quisiera el placer y el hedonismo, afuera había mejores hombres que Raúl, guapos, ricos, atractivos, sensuales, afuera estaba el dinero más fácil, más rápido, afuera estaban las cosas que más le llamaban la atención, así que Raúl ya no se interpondría ante sus deseos, ella haría lo que le placiera y no dependería de nadie, no se pararía por nadie y no miraría atrás, sin importar que fuera lo que se quedara en su camino. Después de todo ella no quería “pertenecer”, no quería vencerse por los sentimientos que solo hubieran retrasado su viaje, ella pensaba que no era un crimen tener las cosas que deseaba, que no estaría mal tomar los lujos que el mundo le ofrecía, beber el néctar de las flores e irse cuando no quedara nada, por que se trataba de ella misma, de su felicidad, de sus necesidades, de su cuerpo, de su vida, de su camino, el que dibujaría con el trabajo de los demás, sin importarle pisotear, sin importarle abandonar, sin importar más nada que alcanzar sus fines en un remolino llameante y una eterna lucha que para ella era la vida.

Así que decidió que Raúl fuese apenas uno de tantos que habían servido a su causa, uno de los hombres que se entusiasmaron de más, que se entregaron con todo y terminaron con pérdidas incalculables, hombres necios y confiados a su manera de ver, que habían creído en el amor, un amor que los hacía débiles y fáciles, sordos ante la realidad que les gritaba que ella solo los estaba utilizando y que los dejaría como trastos viejos al terminar, como pieles de una serpiente que estaba destinada a siempre vagar por el mundo.

Sin embargo, a pesar de querer verlo tan igual como los demás, Lía tenía en su mente palabras de él que no la dejaban, miradas, caricias que a veces la confundían y la obligaban a irse más rápidamente de lo esperado del lugar donde estuviera, por lo que ella lo veía como una constante intervención, un lastre que cargaba en su recuerdo y que no estaba dispuesta a soportar, hasta que un día en su continuo trajinar se enteró que él estaba cumpliendo su sueño, que tenía un emporio llamado “La Comunidad”, y que junto a otras cuatro personas dirigía los destinos de varias compañías y mucho dinero y al enterarse de ello se dio valor así misma y decidió simplemente tomar lo que debía ser suyo, desoír a sus sentimientos, si es que aún los tenía, e irrumpir en aquella armonía, para llevarse todo, para poder seguir flotando por la vida sin detenerse. Por eso no debía sentir esa emoción en su pecho al verlo, por eso no podía darle un abrazo sincero por haber cumplido sus sueños tan raros, por eso no podía dejar que en el día surgiera la emotividad y asaltara su frialdad dejándola desnuda y auténtica ante la gris mirada del emperador, por eso, ese aroma en la almohada debía de convertirse en un hedor insoportable y no en una fragancia embriagante como amenazaba con serlo, por eso debía dormir rápidamente y esperar al día venidero, para acoplarse, para desembarcar en ese buque que seguramente cambiaría su destino, pero tomando el timón para modificarlo a su manera.

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