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jueves, 15 de julio de 2010

Un collar de concha negra

Un murmullo rítmico batía sus notas guiándome a su origen, la penumbra envolvía mis pensamientos más trémulos y mis pasos cansados divagaban dando tumbos en busca de una dirección aún desconocida.




Me encontraba a la orilla del mar, que de noche parecía ser una lengua oscura e indescifrable, cuyas olas con su devenir mojaban mis pies descalzos en un impertinente esfuerzo sin sentido, mientras mi vista recorría el cuadro detenidamente en busca del origen del sonido tan agradable.



No solo se trataba de la armonía de la guitarra y sus cuerdas estrambóticas, ni tampoco de la combinación del bajo que aunado a la batería componían una poesía de acordes salvajes y libres, era algo más, una nostalgia oculta que emanaba de aquel grito eufórico de vida y de rebeldía desembocada.



Cuando pude encontrar el lugar de donde provenía la música, un concierto en la playa abrió sus brazos musicales para recibirme, como a los varios solitarios que prestaban su presencia hipnotizados por el ritmo, la humedad y la sal deslizándose entre la piel; pero de entre todas las miradas presentes, unos ojos deslumbraban a la misma sombra, se trataba de una mujer cuyos cabellos largos y despeinados bailaban dejándose llevar por la suave brisa y las ondas de pasión rockera y cuya piel tersa y blanca invitaba a admirarla largamente, pues era de envidia mirar como la arena se permitía en rozarla de forma impune, escudada ante los caprichos del viento que poco a poco iba aumentando su intensidad.



Ella misma era la imagen del momento, ella encarnaba todas las voces coreando los instrumentos, el mar, la luna y la sal; sus delicadas manos se estiraban como queriendo adueñarse de la propia música, y su cuerpo vibraba al ritmo que ella misma imponía a los que no podíamos ser más que espectadores de su baile, mientras que un collar con una concha negra era lo único de ese sitio que se atrevía a tocarla.



No sabía la razón, pero era tarde para mí, había caído en su embrujo de salinidad y música, en su libertad y en su rebeldía disfrazada de locura contenida, pero sobre todo, había sido víctima de su belleza, esa que ella lucía con desdén sabiendo que era íntegra, desde los dedos de sus pies hasta la punta de sus cabellos, pasando por la estela que emanaba, y por esos ojos de los cuales sería incapaz de olvidarme.



De repente entre la multitud, cual si fuera magia, su mirada se detuvo en mí, que no hacía otra cosa que verla entre la gente, y en ese instante el rock dejó de sonar fuera y comenzó a tocarse en mi cabeza, cual si todo fuera parte de una canción, de una estrofa pensada para ella, para mí, para ambos, y después de eso, atónito observé como poco a poco aquella hermosa visión se acercaba a mi persona, mientras yo sentía que mi cuerpo se negaba a moverse si quiera, como preparándose para la cercanía del suyo, todo eso envuelto en la melodía de rock que no dejaba de oírse. Entonces los rostros se desvanecieron, los acordes se distorsionaron, incluso el calor de la costa pareció ocultarse para dejarnos solos en aquel lugar, frente a frente, mientras mis latidos se aceleraban al máximo y mis sentidos se agudizaban en estertores hasta ese instante desconocidos, y cuando sus labios se entre abrieron todo pareció explotar.



La tranquilidad de la mañana y la luz del sol naciente me obligaron a abrir los ojos, me encontraba acostado en la costa, bajo la sombra de una palmera; mareado y confundido me levanté torpemente en busca de alguna respuesta, de alguna pista que me dijera que aquello no había sido un sueño, pero al caminar un poco, solo encontré vestigios en la playa de lo que había sido un concierto de rock; aún así me resistí a pensar que había soñado a aquella mujer, que toda esa perfección solo había sido fruto de mi mente, así que seguí caminando por la arena e intenté recrear con la memoria lo que había sucedido, pero sin éxito.



Cansado y aún confuso me hinque a la orilla del mar, tomando algo de agua con mis manos para refrescar mi rostro y mis ideas, cuando de repente, de la espuma de una ola, llegó a mí un collar, precisamente con una concha negra, mismo que me traía una certeza: que existes y que estás en algún lugar y que alguna vez volveré a escuchar esa melodía en mi cabeza.

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