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sábado, 14 de agosto de 2010

Montañas y recuerdos

La playa cristalina ha quedado atrás y ahora atraviesa una rocosa montaña, en la que más de una vez sus manos se han cortado, dejándole dolorosas y pequeñas llagas, pero ni el dolor ni el cansancio lo detendrán esta vez, quizás solo el recuerdo pueda entrometerse en su camino.



Las jornadas en su pueblo eran extensas, el sol se metía por sus poros y agrietaba la poca frescura del viento, el polvo rondaba en sus ojos, cansados de vislumbrar siempre las mismas rejas en el horizonte, cercas de temor, murallas de incertidumbre que le impedían el paso a sus sueños más aventureros, y cada uno de los días se repetía en un sucesivo e inclemente círculo de tedio. Sus pies descalzos estaban enraizados a aquellos suelos dorados, que a pesar de su hermoso fulgor, le dejaban la sensación de haberlos visto miles de años; ni siquiera las verde-azules hortalizas que cosechaba, ni los árboles que saciaban su hambre con jugosos frutos, le concedían una tregua de satisfacción contra aquella rutina indiferente; pero en medio de tanta desesperanza, un susurro llegaba a sus oídos como manantial en medio del desierto.



Ciertas noches se detenía a escuchar aquel murmullo en el ambiente, aquella inquietud que se colaba en el agua, que cabalgaba el aire, que dormitaba en la tierra y que se reflejaba en el fuego, y en verdad parecía que cada uno de esos elementos mandaba un mensaje exclusivo para sus sentidos, y así, en esa extraña complicidad del ambiente, es como comenzó a descifrar esos mensajes y de repente sentía que cada gota de agua gritaba un nombre, cada polvo en el viento dibujaba unos ojos, cada llama encendida prometía una silueta y todo en conjunción formaba una hermosa imagen rodeada de misterio.



Él no lo sabía de cierto, pero lo imaginaba, unía las partes y en su mente creaba la visión del ser perfecto que desde algún lugar y en algún sitio le aguardaba, que seguramente se encontraba después de aquella barda del horizonte, en el mundo inhóspito e indómito de los que se atreven a cruzar, pero a pesar de saberlo, le costaba trabajo dejar atrás, todos esos años de suma inmovilidad, cual si hubiera sido un pájaro herido que ahora se amedrentaba ante la posibilidad renovada de volar.



Por fin, un maravilloso día él tomo sus únicas posesiones, guardadas de generación en generación en su familia, cada una con una historia, cada una con una finalidad: la espada, que simbolizaba la fuerza, el poder de continuar a pesar de quien quisiera atravesarse en su camino; el libro, que contenía las bases de la sabiduría recolectadas por aquellos que un día perdieron el miedo a saber y se quitaron de los ojos el velo de la ignorancia; las semillas y los frutos de su granja, que por siglos habían sido el sustento material de sus antepasados y que ahora le seguirían para saciar su hambre y llenarle de energías; tres medallones de oro, forjados con el escudo de su bisabuelo, que todos aquellos que lo sucedieron guardaron celosamente, olvidando que el único valor del oro aparece cuando sirve para alcanzar un fin noble; y por último, todos sus sueños, que para él eran lo único que le distinguía del resto del mundo.



Así que cargando la espada, el libro, los frutos, el oro y sus sueños en la espalda, se dirigió al Misterio, como le llamaban a aquel lugar sin fronteras y con muchas dudas, pero también mucha hambre de conocer respuestas,





Sin embargo, cuando se alejaba lentamente hacia la última frontera de su vida pasada, una voz cascada por el tiempo le condenó sin ningún miramiento:



- Yo también partí por ese sendero hijo, yo también creí que el mundo era pequeño y que el Misterio no era más que un bronco potro para domar y conquistar a mi antojo, pero fue la propia vida la que me trajo de nuevo, éste es el lugar para nosotros y tú volverás, tarde o temprano vencido, habiendo aprendido el límite que debemos tener aún en nuestros propios sueños… pero a pesar de todo, te deseo que mis palabras se equivoquen y que tú mismo aprendas las lecciones que del dolor surgen tan claras e inolvidables.



Su padre le dio la espalda después de soltar esas palabras y él pensó que no debía tener miedo, pues llevaba no solo su resolución, sino también los mensajes, esos que eran solo para él, pero sobre todo llevaba una imagen en su corazón, un nombre y una apariencia de aquella que le habían revelado los elementos y que sería sin duda el final destino de su viaje.



Por eso sigue sin detenerse a través de las montañas, con la esperanza de que la próxima cumbre sea la última y detrás de ella se encuentre el prodigioso Bosque del Olvido, pero las rocas y los peñascos son arteros y más de una vez se encuentra en grave peligro de perder el equilibrio, más no la fuerza que surge como una flama en su interior y le da el aliento para seguir avanzando a pesar de las filosas piedras a las que debe asirse.



Y así es como detrás del más fuerte esfuerzo halla la recompensa a su perseverancia, la imagen más bella que ha visto hasta el momento, el majestuoso Bosque de la Soledad, que se descubre para sus ojos como una promesa de que su viaje sigue por buen camino.

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